reseña
CUENTOS EXTRAORDINARIOS
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El Nuevo Día • 15 de julio de 2018 • por Carmen Dolores Hernández
Los cuentos no se pueden -no se deben- leer de un tirón, rastreando el hilo de una trama, como se leen las novelas. El cuento es la orfebrería de la escritura. Hay que leerlo con atención, dándole vueltas -como a las piedras preciosas- para admirar sus facetas, es decir, las estrategias de sus construcciones verbales, las formas en que produce un efecto.
Este libro que ganó un premio del Instituto de Cultura Puertorriqueña se debe leer así. Cada uno de sus 13 cuentos despide un destello singular. Las “instrucciones” a las que alude el título se refieren a las maneras -aquí ilustradas- de mirar el mundo a la altura del tiempo que vivimos. Si hay un denominador común, es la eficacia de la escritura, el dominio del lenguaje, la capacidad de sorprendernos con perspectivas insólitas. El humor y la emoción se disimulan tras propuestas temáticas inusuales que captan las coordenadas -actitudes, prácticas, circunstancias- de los tiempos que corren.
La colección abunda en sorpresas. Un cuento como “Mirador” distorsiona los supuestos convencionales sobre la relación básica entre tiempo y espacio. “El sueño de la razón produce monstruos”, tituló Goya uno de sus “Caprichos”: aquí los planes de un arquitecto para una ciudad progresista y ordenada se descalabran horriblemente. Como otra torre maldita de Babel, el edificio que construye es el dispositivo que produce la decadencia y aniquila el tiempo.
Varios cuentos relatan -por retazosuna historia: “Manual del padre muerto para hijas desorientadas”, “¿Olvidó su contraseña?” y “Cómo colgar un cuadro en el Viejo San Juan”. Las emociones que suscitan -melancolía, nostalgia, remordimientos también- se disimulan tras la narración fragmentada. Al recomponer el rompecabezas de la acción, percibimos la desorientación y tristeza ocasionadas por quiebras súbitas en el tejido usual de la vida, a pesar de los intentos de la voz narrativa por encubrir su impacto doloroso.
En “Técnica para matar coyotes”, se utiliza el recurso cinematográfico de la sobreimposición -poner una imagen sobre la otra, con lo cual se funden y confunden- aplicándosela a tres historias. La alternancia de enfoques responde, sin embargo, a un solo impulso emocional. Se trata de un difícil pero logrado trabajo literario.
“La leyenda del cantante de karaoke y la bailarina exótica (de Joyas clásicas del preciosismo barroco-pop, vol IV)”, supone un logro especial. El texto adorna una historia sórdida, ambientada en cabarets de mala muerte, protagonizada por una bailarina desnudista, un aficionado al karaoke y un maleante malhablado, con un andamiaje discursivo de palabras altisonantes (siguiendo la pauta paródica cervantina) que transforma la degradación del ambiente y los personajes en un enfrentamiento heroico. El lenguaje salva la brecha entre la realidad y el deseo (como en el caso del siguiente insulto: “¡Expelo mis inmundicias humanas sobre sus progenitoras, so consortes de íbices rumiantes!...”).
Hay claras y frecuentes alusiones literarias. En “Busco la salida”, varios personajes de ficción -el capitán Ahab, Emma Bovary, Ulises, Yago, Anna Karenina, entre otros- intentan eludir su destino literario, buscando desesperadamente reacomodar la escritura para no sucumbir a su suerte. “Jaguar amarillo” recuerda a Borges y su tema recurrente de la sustitución de trayectorias vitales. “Memorial al comando militar” es graciosísimo: crea un lenguaje para los extraterrestres que reconocen sus similitudes con los terríco- las (“tienen dos tuakis, dos zues, una fengua y cinco mucumbis en cada pami”), pero deciden invadirlos de todas maneras.
La mayoría de los cuentos de esta colección reivindica la vitalidad de un género que ha sido central para nuestra literatura. A pesar de que algunos, a nuestro entender -“Báez Funeral Home para servirle”, “¿Dónde están las iguanas?” y “Los Jonases: un catálogo”- no están a la altura de los demás, este es ciertamente uno de los mejores libros de cuentos publicados aquí en los últimos años
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Preferiría ser Acuario. Así no estaría siempre entre dos aguas sino en una sola. En vez, como mitad cabra-mitad pez, me rondan monstruos, esos híbridos originales que, al igual que mi signo, son hechos con pedazos de cosas. Mis primeras dos colecciones de cuentos, El fondillo maravilloso (2009) y Lego (2013), están llenas de ellos. De hecho, soy una escritora dividida desde los seis años cuando, en la misma semana, escribí mi primer poema y mi primer jingle publicitario. (Compuesto en un piano de juguete para una heladería, con el único y auto lucrativo fin de que me llevaran a comer allí). Nada ha cambiado. Hoy escribo campañas publicitarias de día y cuentos de noche, algunos que han sido premiados y publicados en antologías. Una vez me dio un arranque de cineasta y produje un cortometraje, pero, en mi defensa, fue solo una vez. Me volví a dividir en 2016, al recibir, simultáneamente, dos premios nacionales del Instituto de Cultura Puertorriqueña: el de cuento, por Aquí están las instrucciones, y el de novela, por Nenísimas. Culpo a mi estrella por esa manía que tengo de andar en modo collage y pienso que, como Acuario, estaría mejor adaptada a la época. A menos que fuese un acuario literal y no literario. En ese caso estaría llena de agua y guppys.
Muy famoso
El cíclope planificaba comérsela. Era lo que siempre hacía con los humanos que por error llegaban hasta allí. Pero con excepción de esta muchacha, ahora, nadie había entrado a la cueva desde hacía mucho tiempo. Decidió: se la comería. Tan pronto ella terminara de jugar con el aparatito ese.
Clic. Clic. Clic.
La noche antes la había tenido aprisionada dentro de su puño. (Al recordarlo, un hilito de baba se asomó por las comisuras de su boca). Había percibido la presencia de ella enseguida y la agarró tan pronto entró. La inspeccionó. (El cíclope podía ver en la oscuridad, su ojo refulgía como un círculo de fuego). Era menuda como una niña y tenía la piel del color de las barrigas de los carneros recién nacidos. Los ojos eran amarillos como el musgo seco. Se la había llevado a la boca…
—¡Espera!
Ahí vienen, pensó. Los gritos. Las súplicas. Etcétera. Estaba acostumbrado a los “¡no me comas!” y a los “¡te lo ruego!”. Al verlo, los humanos reaccionaban de manera predecible: se arrodillaban a pedir clemencia, lloraban o tiraban piedras. Hubo un hombre que usó a su mujer e hijos de escudo, aunque de nada sirvió. La familia completa: caput. Presumió que esta chica lloriquearía también y deseó que patalease con ganas. Eso le daba más placer al hacer lo propio; le abría el apetito cuando las víctimas forcejeaban y podía olerles el terror. Pero ella no hizo tal cosa. Solo dijo “¡Espera!” con ánimo, no como súplica, y se llevó el aparato a la cara.
—Deja que te tome una.
Clic.
Una muchacha sin miedo. Eso era nuevo.
MADRIGUERA
—¡Me hace cosquillas!
—¡Los dientitos hacen ña-ña-ña!
Jugaban sobre los escombros, entre ramas y hojas, sus rizos de bebé dibujados contra el cielo gris postormenta. Escarbaban por algo que yo no podía distinguir. Me acerqué y, al verme, ambas apagaron las risas; se miraron una a la otra con esa complicidad que antes compartíamos los tres, pero que recientemente me había sido retirada. Cristina me observaba con ojos grandes y redondos. Zoé, con
cierta desconfianza, como un animalillo no completamente domesticado.
El mundo de mis hijas se había cerrado, igual que el acceso al mundo exterior. Estábamos rodeados por escombros, atrapados en medio del monte, y la naturaleza creaba división entre nosotros mismos: para mí, todo lo que era gentil y generoso de la tierra se había vuelto peligroso y tóxico; para ellas se había convertido en un canto de sirena que despertaba lo antes desconocido. Ni siquiera mostraban miedo.
Y allí estaban, su juego interrumpido esperando a ver qué yo hacía. Percibí movimiento bajo las hojas alrededor de Cristina. Ella soltó un chillido de deleite:
—¡Cosquillas!
Mi hija menor reía mientras se enroscaba, en su piernita regordeta, el rabo largo de una rata.
publicado en la revista CRUCE, 2018
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Génesis
En el principio dijeron: sea la luz, y fue la luz. Y vieron que era buena, aunque no tanto —en realidad era bastante mala— porque se iba a cada rato y el alambrado estaba expuesto y los postes viejos y las centrales necesitaban mantenimiento y la Autoridad de Energía Eléctrica tenía muchos líos pues eran tiempos difíciles…
Ahora bien, el Pepe yació con Yamadiska, esposa de Tabito, y esta quedó encinta y dio a luz a Franklin. El Pepe siguió viviendo veintitrés meses más hasta que una tarde Tabito, a cambio de los cuernos, le pegó dos tiros. Acontecieron muchos líos por aquellos tiempos, con Tabito engendrando más hijos e hijas, pero no con Yamadiska sino con Tuti y La Flaca, mientras gangas vecinas luchaban por reinar en el punto: los hijos de La Jota, los hijos de La Sombra, los hermanos de Manota y todas sus descendencias que se esparcieron por todos los pueblos. Y aconteció que Franklin se graduó de triciclo a bicicleta y se hizo mensajero de tiradores, lo que enorgullecía a Tabito que lo había adoptado para criarlo a su imagen y semejanza.
Para esos días y a pesar de las amenazas de muerte de un tal Moncho, Tabito había llegado a vivir hasta los treinta y nueve años, que era como tener cuatrocientos en aquel barrio donde la maldad era mucha. Morir era bastante fácil y murió Harán y murió Karim y murió Wícharo y murió Rubí y murió El Sordo y murió también Waleska, la prima de Franklin, una noche de año viejo cuando el muchacho le disparó sin querer por estar jugando con la pistola de Tabito. Resulta que Waleska tenía una hermanita, Irkamary, que al ver aquello calló —era bien nena, pero ya entendía eso que dicen por ahí: del punto naciste y al punto perteneces— aunque se prometió a sí misma irse de su tierra y de su parentela algún día, con suerte a Orlando, la ciudad prometida. Así, pues, nadie en el barrio choteó a Franklin y al final, le achacaron todo a una bala perdida.
Con el tiempo, Franklin se metió en un tumbe con Manuel y juntos mataron a Chucho, hijo de Lydin, que había sido mujer de El Pepe antes de Yamadiska, hecho que lo hacía medio hermano de Franklin. Luego Franklin conoció, como quien dice, a Jubelín, la que fue novia de Chucho, y engendró a Yumal. Franklin siguió viviendo dieciocho meses más, hasta que unos tipos mandados por Tatín lo atajaron una tarde frente a la Farmacia Caribe y lo acribillaron junto a su descendencia. Después de eso, Manuel vengó a Franklin, Yumal y Jubelín matando a Tatín durante una trifulca en Cashin’s Place. Manuel siguió viviendo diez meses más hasta que Polito le disparó frente a un billar. Polito siguió viviendo siete semanas más hasta que lo ultimó Gabo, que a su vez fue tiroteado por Iraq. En cuanto a Tabito, ya contaban sus días cincuenta y cinco años, que era como tener ochocientos bajo las circunstancias, cuando tomó por esposa a Irkamary, hermana de Waleska, con quien se multiplicó. Pasaron los meses y a una Irkamary barrigona la visitaron dos señoras come santos con revistas Atalaya. Le estuvieron hablando una buena parte de la tarde —empezaron paradas bajo el sol frente a la casa, pero luego entraron a la sala y tomaron café—y dijeron muchas cosas que Irkamary vio que eran buenas, tanto, que esa noche le rogó a Tabito: Debemos entrar por la puerta estrecha. Tabito le hizo caso porque no solo su mujer estaba a punto de dar a luz, sino que también venía un gran diluvio sobre la tierra, o por lo menos sobre las islitas del Caribe que estaban en el paso de un huracán categoría cinco. Iba camino al templo —mejor orar, probar que era varón justo y merecedor de misericordia—cuando Cholo, hijo de Moncho y Sonya, lo saludó sacando una cuchilla. Tabito cayó al suelo, moribundo, y Cholo corrió a su casa pues tenía que prepararse para lo que acontecería, pues sus posesiones eran muchas.
Pues verán que Cholo llevaba rato durmiendo mal y teniendo pesadillas de vacas flacas y gordas (él, que era intolerante a la lactosa) hasta que una espiritista se los interpretó como un mensaje: debía asegurar su casa contra la destrucción que se aproximaba, forrar todo con paneles de madera, y encerrarse con sus perros, gatos, gallinas, guacamayos, gúimos y una iguana llamada Freddie. Y así lo hizo, conforme a las instrucciones. Y sucedió que al próximo día los vientos vinieron sobre la tierra, se abrieron las fuentes del abismo y las cataratas de los cielos, pero no hubo precaución que valiera porque el techo de la cancha de baloncesto donde Cholo mismo vendía perico se levantó con los vientos, se meció un rato en el cielo como una chiringa y cayó reventada sobre su casa, aplastándolo a él, pero dejando ilesos a sus animales, tanto los machos como las hembras. Entonces llovió siete días corridos y las gentes se lamentaban porque una gran oscuridad cayó sobre la tierra.
El apagón ya llevaba cuarenta días y cuarenta noches, todo apestaba a la basura que el municipio no podía llegar a recoger y a la mierda que se desbordaba de las alcantarillas. Para colmo, Cholo estaba sin incinerar porque la funeraria no tenía generador. Irkamary, sola y a punto de dar a luz, viendo que Yamadiska, la primera ex del difunto Tabito, la estaba mirando de mala manera, decidió que esta era la señal. Escapó del barrio con una de las doñas de la Atalaya y nunca miró tras de sí, ni siquiera por la ventana del avión que iba rumbo a Florida, no se le fueran a hacer sus sueños agua y sal.
Hasta Tampa las siguió el huracán, pero disminuido a onda tropical, y la lluvia de los cielos solo fue detenida la tarde que Irkamary rompió fuente. Camino al hospital, el Uber en que iba aplastó una paloma y, al asomarse por la ventana del coche, Irkamary vio el arcoíris de las banderas de una parada gay. Es la señal del pacto, pensó. Será un nuevo comienzo. Y esto decidió: Me convertiré en propagandista médica, venderé Prozac en consultorios elegantes en vez de Percocets robadas en el punto y mi descendencia irá a Disneyworld.
Al amanecer, Irkamary, maravillada, dio a luz a una niña. Le puso de nombre Génesis.
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